Salchichón con Salmón

Historias geniales con Ilustraciones maravillosas


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Hay días…

Hay días que uno quiere ser otro. Ojo, no dejar de ser uno mismo, sino un poquito otro; para ver de qué se trata la cosa. Se imagina cayendo en un charco en la vereda de Carabobo, o de Rivadavia, o de Florida, o de Pillado, o de Santa Fe, o de la Michael Jones o de la Calchaquí y por esos extraños fenómenos joliwoodenses se tropieza con otro ser e intercambian personalidades. La misma cabeza en distinto cuerpo. Funciona para ellos, funciona para nosotros.
Entonces, uno es uno, con todas sus mañas, sus alegrías, sus bajezas, su grandilocuencia, pero con otro tono, otro cuerpo y en otras circunstancias más divertidas… en fin, habrase visto la película.
Entonces, esa mañana uno se convence de esa suerte. Y va tanteando alrededor con quién sería interesante hacer el cambiazo. Y uno siempre tiene la ilusión –es como lo de las vidas pasadas, nunca vamos a permitir que nos toque un esclavo sometido al yanaconazgo- de intercambiar con alguien más piola, con una vida un poco más interesante. Con alguien de otro género al suyo, y un tanto menos degenerado, por qué no.
Entonces, la fantasía va creciendo y la bola de nieve agigantada ya nos resulta incontrolable. Nos fuimos olvidando de a dónde estábamos yendo, en qué bonita calle transitábamos, y solo nos interesa encontrar al espécimen perfecto para hacer un hermoso enroque de almas.
Entonces, vamos descartando. Yala, al que corre apurado al trabajo. Yala, a la ama de casa que empuja a tres críos a la escuela. Yala, al viejito que espera en la cola del banco a pleno rayo solar. Yala, al policía que revisa el celular. Yala, al barrendero que desparrama la zanja. Yala, al que maneja hablando por teléfono su autito alta gama. Ya-la-tengo, esa vida mediocre… quiero una figurita difícil, nada de repetidas…
Y entonces pasa: Nola, ¡Nola!, ¡No-La-Tengo!  Ahí va, se dice uno, quiero ser ese muchachito que se está rateando de la secundaria. Le revientan las mejillas de felicidad, qué caminar exultante, mirenlo… Qué manera de gambetear la responsabilidad. Quiero eso, quiero eso, quiero eso, me digo, nos decimos. ¡Ah! Amigos míos, volver al secundario… qué vida, qué buenas siestas, qué maravillosas épocas. La más maravillosa de la música. La más maravillosa de las vagancias…
Y entonces, ahí nos encaramamos a perseguir a ese alma elegida (pobre pibe lo estamos cagando… así se va haciendo una idea). Nos ponemos detrás de él y ya el nudo en la garganta, la aceleración en el pecho, el temblar de los labios, nos avisa que algo mágico está por suceder. Y ahí está, mirenlo, haciendo que revienta una batería en el aire. Canta, ahora lo escucho que canta… qué inglés de mierda… Paso firme y apretado. Decidido vá nuestro muchacho, dobla en la esquina. Quedamos solos, lo sigo a unos pocos metros. Por esas cosas de la edad, de la edad de uno, el ritmo empieza a bajar. Ya las piernas no obedecen a los mandatos del ser superior, la cabeza. Y empieza uno a tropezar, a trastabillar, y en una de esas patea una lata, un vayaasaber qué, que quedó tirado en el piso y le pega en los gemelos al muchacho, a nuestro muchacho. Qué indolencia para darse vuelta, como nos afecta toda a esa edad, cómo si el mundo estuviera ensañado solo con nosotros. Se da vuelta con furia, se saca los auriculares y nos dice “¡Qué haces viejo de mierda!” y uno avergonzado y sin nada para confesar, encoje los hombros y sigue la ruta de siempre a su irremediable y mortal trabajo. Pero no sin antes sentenciar: “Pendejos de mierda, no saben disfrutar de la vida…”Hay dias que uno quiere ser otro